Pese al estallido de la burbuja inmobiliaria, los pisos españoles siguen levitando con la obediente colaboración de los compradores y del Gobierno, que necesita sostener una economía poco sostenible sin la ayuda del ladrillo volátil.
Curiosamente, nuestros pisos, que se construyen con todos los avances tecnológicos, han perdido el más antiguo: el espacio vital.
El espacio es la condición indispensable, y es lo que más echan de menos nuestros primos en el zoológico, simios y felinos, aseguraba David Attenborough, nuestro último Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. Sin sitio en casa, la máquina de residir no funciona y se queda en durmienda tremebunda.
Con algunas excepciones, el piso chico es la norma que se ha establecido entre nosotros: vendedores, compradores, ayuntamientos y cuantos trafican con ese «prejuicio climático» que obliga a interponer un bar tras otro para albergar una convivencia imposible en nuestros hogares diminutos. Hay, en efecto, pisos pequeños y caros. Tan caros que, según ciertos cálculos, nuestros jóvenes deben dedicar más del doble de lo que cobran mensualmente para comprarlos; pero no tan caros como para dejar de frecuentar los bares y chiringuitos, que han robado el espacio que les correspondería a habitáculos mayores en una ecología más racional. Es un bar que basta y sobra para dar conversación acerca del piso que se paga, por ejemplo, o para explicar la difícil convivencia con los padres o con la parienta.
La inercia ha catapultado nuestros bares numerosos y baratos y los ha convertido, con la compra-venta de pisitos, en inesperado deporte nacional. Cuando he visto muchos de ellos para caer el vicio, me ha sorprendido la pregunta estupefaciente: «¿Usted lo quiere para vender...?» La estupefacción aumentaba cuando respondía que lo quiero para vivir, o que mis libros no caben.
En torno a un millón de pisos buscan comprador, dice en estas páginas Fernando González Urbaneja. Los vendedores resisten, los compradores aguantan y entre ambos tiran de todos para convivir en unos bares y chiringuitos que metastatizan literalmente. En plena crisis se siguen abriendo bares y cuando el temporal destruyó la costa andaluza, a nuestras autoridades les faltó tiempo para recomponer a un turismo menguante. Véase: chiringuito fue vocablo académico en 1984. «Quiosco o puesto de bebidas al aire libre», decía el Diccionario por entonces; pero hoy habría que añadir «de comidas y de estar».
En 2009 hemos recibido un 8,7 por ciento menos de turistas que en 2008, y hay que explicar dato tan poco amable. A mi juicio una concausa estriba en esos pisos insolidarios e incalculables, que permanecen vacíos y que han cedido espacio a unos bares de cuya necesidad son conscientes sus camareros: se saben imprescindibles y se han vuelto antipáticos.
Son unos tipos que han trastocado sus funciones y lejos de servir -del Rey abajo, función principal de todos los funcionarios- han dado en sentirse amos del cotarro y no sirven. ¿Quién no lo nota? Algo no muy distinto acontece en las facultades universitarias a bedeles que ordenan y mandan a los profesores.
La insolidaridad de los pisos nos lleva al trastrueque insufrible de personas que ignoran sus papeles, que han perdido las buenas maneras, como decían nuestras reglas no escritas de urbanidad y que para algunos consuenan con el franquismo.
¿No saben que las good manners de que se dotaron los ingleses hicieron de Inglaterra un gran pueblo, como sugiere Ortega en el curso 1948/49 hablando de Toynbee...? El filósofo -que echa de menos esos modales en el británico- precisa en el tomo IX de la obra completa reciente que «España sólo gozó un elevado régimen de buenas maneras durante siglo y medio, ciertamente la etapa en que vivió con plena forma».
Siendo la buena educación la primera condición para que una sociedad prospere solidariamente, me pregunto si no estaremos decayendo.
Julio Almeida
Catedrático
Sociología UCO
Fuente: http://www.abcdesevilla.es/
Curiosamente, nuestros pisos, que se construyen con todos los avances tecnológicos, han perdido el más antiguo: el espacio vital.
El espacio es la condición indispensable, y es lo que más echan de menos nuestros primos en el zoológico, simios y felinos, aseguraba David Attenborough, nuestro último Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. Sin sitio en casa, la máquina de residir no funciona y se queda en durmienda tremebunda.
Con algunas excepciones, el piso chico es la norma que se ha establecido entre nosotros: vendedores, compradores, ayuntamientos y cuantos trafican con ese «prejuicio climático» que obliga a interponer un bar tras otro para albergar una convivencia imposible en nuestros hogares diminutos. Hay, en efecto, pisos pequeños y caros. Tan caros que, según ciertos cálculos, nuestros jóvenes deben dedicar más del doble de lo que cobran mensualmente para comprarlos; pero no tan caros como para dejar de frecuentar los bares y chiringuitos, que han robado el espacio que les correspondería a habitáculos mayores en una ecología más racional. Es un bar que basta y sobra para dar conversación acerca del piso que se paga, por ejemplo, o para explicar la difícil convivencia con los padres o con la parienta.
La inercia ha catapultado nuestros bares numerosos y baratos y los ha convertido, con la compra-venta de pisitos, en inesperado deporte nacional. Cuando he visto muchos de ellos para caer el vicio, me ha sorprendido la pregunta estupefaciente: «¿Usted lo quiere para vender...?» La estupefacción aumentaba cuando respondía que lo quiero para vivir, o que mis libros no caben.
En torno a un millón de pisos buscan comprador, dice en estas páginas Fernando González Urbaneja. Los vendedores resisten, los compradores aguantan y entre ambos tiran de todos para convivir en unos bares y chiringuitos que metastatizan literalmente. En plena crisis se siguen abriendo bares y cuando el temporal destruyó la costa andaluza, a nuestras autoridades les faltó tiempo para recomponer a un turismo menguante. Véase: chiringuito fue vocablo académico en 1984. «Quiosco o puesto de bebidas al aire libre», decía el Diccionario por entonces; pero hoy habría que añadir «de comidas y de estar».
En 2009 hemos recibido un 8,7 por ciento menos de turistas que en 2008, y hay que explicar dato tan poco amable. A mi juicio una concausa estriba en esos pisos insolidarios e incalculables, que permanecen vacíos y que han cedido espacio a unos bares de cuya necesidad son conscientes sus camareros: se saben imprescindibles y se han vuelto antipáticos.
Son unos tipos que han trastocado sus funciones y lejos de servir -del Rey abajo, función principal de todos los funcionarios- han dado en sentirse amos del cotarro y no sirven. ¿Quién no lo nota? Algo no muy distinto acontece en las facultades universitarias a bedeles que ordenan y mandan a los profesores.
La insolidaridad de los pisos nos lleva al trastrueque insufrible de personas que ignoran sus papeles, que han perdido las buenas maneras, como decían nuestras reglas no escritas de urbanidad y que para algunos consuenan con el franquismo.
¿No saben que las good manners de que se dotaron los ingleses hicieron de Inglaterra un gran pueblo, como sugiere Ortega en el curso 1948/49 hablando de Toynbee...? El filósofo -que echa de menos esos modales en el británico- precisa en el tomo IX de la obra completa reciente que «España sólo gozó un elevado régimen de buenas maneras durante siglo y medio, ciertamente la etapa en que vivió con plena forma».
Siendo la buena educación la primera condición para que una sociedad prospere solidariamente, me pregunto si no estaremos decayendo.
Julio Almeida
Catedrático
Sociología UCO
Fuente: http://www.abcdesevilla.es/

