HE PERDIDO la cuenta de las veces que ha venido alguien a informarme sobre la situación del mercado inmobiliario en mi zona. Me lo han vendido desde el que parece el único análisis para todo o, al menos, el más convincente: la pasta. Se supone que podría alquilar mi piso por más del doble de lo que pago de hipoteca. Eso si lo hiciera por la forma tradicional de inquilino a largo plazo. Si apuesto por el modo de vida Airbnb, me sacaría lo de un mes en una semana, así que me multiplican en mi cara los beneficios y me afean mi miopía y resistencia por no atender el cuento de la lechera.
Nadie hasta el momento se ha planteado que, más allá de los beneficios económicos, solo poseo -en realidad, se la debo al banco- la casa donde vivo y que, por sacar tajada de un barrio de moda, tendría que volver al hogar familiar sin más motivo que la pura avaricia. Definitivamente, hemos perdido la cabeza. Aguantas los envites del euríbor en máximos, sufres los recortes de sueldo, conservas el empleo y ahora se supone que deberías hacer de forma voluntaria algo por lo que, quien más quien menos, ha luchado durante la crisis: no perder su casa. Y no me refiero a dejar de ser el propietario sino a salir de ella como hogar, solo por permitirme cosas materiales que no preciso. Vivir mejor puede ser una trampa si uno considera que ya vive bien. Con todo lo subjetivo del concepto.
Pienso en tratar con desconocidos cada semana, en atender sus peticiones, en el tiempo de gestiones y creo que no me compensa. No de momento y en estas circunstancias. Y lo escribo mientras espero al siguiente que me espete: «Tú eres tonto». Tonto más bien por no conseguir desentrañar en qué punto se encuentra la legislación sobre el alquiler vacacional, por no saber si a Frankenstein lo han remendado convenientemente y si alguien va a frenar esa saturación turísticainnegable que cada culpable carga contra el contrario.
Desayunamos con titulares de récords de llegada de turistas, de lleno en los establecimientos regulados, de gasto y otras hipérboles. Jaleamos las cifras como si los números nos convirtieran en vencedores de algo, como si temiéramos perder el orgullo idiota de que todo el mundo quiera disfrutar del sitio donde vivimos.
Son muchos los intereses y nadie está libre de ellos para hablar y para callar. No interesa explicar este asunto en profundidad. Mientras el dinero circule y todos ganen lo que creen merecer, nadie atajará el problema, aunque al final no tengamos nada más que un montón de billetes y un hogar geográfico destruido por el síndrome del nuevo rico.
Fuente: http://www.elmundo.es/