De la burbuja de la propiedad a la burbuja del alquiler


Algo pasa con el alquiler. De patito feo del sector inmobiliario en los años noventa y primeros 2000, desde que estalló la burbuja de la propiedad ha pasado a ser considerado como el gran negocio refugio, el nuevo blue chip, que dirían los analistas de Bolsa. Antes, aquellos que residían como inquilinos eran poco menos que considerados unos parias, ahora, aquél que dispone de una vivienda que puede arrendar, ya sea a turistas o a inquilinos tradicionales es visto con ¿sana? envidia como el prototipo de ciudadano que será inmune, por ejemplo, al tan cacareado recorte de las pensiones que viene.

Cuando se estaba gestando la última burbuja, sociólogos, demógrafos, economistas y toda clase de expertos argumentaron que España era un país de propietarios en el que habían confluido, además, las variables macro que todos recordamos. Una cohorte de población que demandaba su primera vivienda de las más numerosas de la historia, que contaba con empleo estable y que fue espoleada por la barra libre de crédito. Todo remaba a favor de los compradores de vivienda, incentivos fiscales incluidos; y el alquiler ni se contemplaba como opción.

“¿Cómo voy a pagar 600 euros de alquiler, si hay hipotecas más baratas?”, espetaban los futuros propietarios. Con mantras así empezó todo. Muchos ciudadanos eran de esa opinión, cuando la cuenta no era la correcta. Claro que hay hipotecas inferiores a algunas rentas de alquiler, pero no referidas a la misma vivienda.

De hecho, numerosos ejecutivos con elevados sueldos residen en los mejores barrios de Madrid o Barcelona como inquilinos “en una casa que jamás me podré comprar”, reconoce un directivo de banca. Muchos pensaron que el precio de esa casa que adquirían con tanto esfuerzo no bajaría nunca y que su revalorización anual haría que su patrimonio aumentara solo. “Si te va mal, vendes y ya está”, era el consejo de los más convencidos.

Estalló la burbuja y la economía y el sector inmobiliario entraron en la peor recesión que se recuerda. Las viviendas comenzaron a depreciarse, los despidos se contaban por centenares de miles al mes y en algunos casos ni vendiendo el piso se podía cancelar el pago de la hipoteca pendiente. Entonces, el alquiler resurgió como la gran alternativa.

Lo fue para quienes perdieron su empleo y tuvieron que vender su casa y lo sigue siendo hoy para la inmensa mayoría de jóvenes sobradamente preparados que al acceder a un empleo no tienen otra opción. Primero, por los elevados precios que alcanzan las rentas. Y segundo, porque la mayoría que obtiene un contrato desconoce dónde acabará trabajando a corto y medio plazo. Asimismo, existe una corriente de expertos que defiende que muchos de esos jóvenes que hoy se estrenan como inquilinos lo son por convicción y probablemente tardarán en comprar o no lo llegarán a hacer nunca.

Algunos porque han sufrido el drama del desahucio en casa de sus padres y rechazan hipotecarse por 20 o 30 años; y otros porque consideran que ser inquilinos les otorga mayor movilidad laboral y les permite liberar más renta para destinar a formación, viajes, ahorro u otras inversionesalternativas.

Para esas nuevas generaciones alquilar ya no es tirar el dinero y sobre ese nuevo mantra parece estar construyéndose la nueva edad de oro del alquiler. El problema es que esta repentina predilección por el arrendamiento ha pillado al sector prácticamente en pañales. Frente a unas cifras que en la actualidad oscilan entre el 75%-80% de propietarios por el 20%-25% de arrendatarios, lo cierto es que no siempre fue así. El censo de población de 1970 muestra un país donde el 30% de los hogares vivía de alquiler, una cota que a partir de entonces se redujo hasta llegar a apenas el 9,6% en 2001.

Como todas las políticas públicas se orientaron a favor de la propiedad, en 2008 el mercado de alquiler contaba con una escasa oferta, un parque de vivienda en muchos casos obsoleto y gestionado por particulares. Muy lejos de los modelos que triunfan en Europa, donde el 30% de los hogares vive de promedio de alquiler, basados en la gestión de intermediarios profesionales y un papel protagonista de la Administración.

La norma no escrita del libre mercado dice que cuando la demanda aumenta y supera a la oferta, los precios suben. Eso fue lo que pasó cuando estalló la crisis. La demanda de pisos para alquilar, tradicionalmente enclenque, comenzó a aumentar. Al principio, la oferta también se incrementó porque había un exceso de casas que no lograban venderse. Muchos de sus propietarios vieron en el arrendamiento una solución temporal a la imposibilidad de hacer su activo (la casa) líquido. Los precios de los alquileres se mantuvieron estables. Pero la euforia fue aumentando y ello desembocó en que alquilar una casa puede brindar una rentabilidad bruta anual del 4,3%, que se eleva al 9,5% si se suma la plusvalía al vender el inmueble. Pocos productos de inversión ofrecen hoy beneficios equivalentes.

A partir de 2013, con la mejora del mercado laboral y el regreso del crédito las ventas comenzaron a recuperarse y la oferta de casas se drenó rápidamente. A este fenómeno se le sumaron la recuperación del turismo nacional y el auge del alquiler por días o temporadas. Los caseros vieron en este negocio la oportunidad de obtener fuertes ingresos sin la incertidumbre de la morosidad o la ocupación ilegal de casa.

El problema es que lo que simulaba un pingüe negocio, esconde numerosos gastos de gestión. Hasta tal punto, que recientes estudios demuestran que no es más rentable el alquiler turístico que el residencial, salvo con altos niveles de ocupación. Y muchos caseros han comenzado a hacer el camino de vuelta, desengañados con el alquiler turístico. Sea como fuere, hoy hay barrios de Madrid, Barcelona, Palma de Mallorca o Ibiza (y apenas ninguna urbe más) tomados por los turistas que se alojan en esos pisos de vacaciones, cuyas rentas son más elevadas que las del alquiler estable.

Surgen las primeras alertas sobre si se estará gestando una burbuja del alquiler, si el alza de las rentas acabará incrementando a su vez los precios de venta, y si la culpa es de los pisos turísticos. Los expertos lo niegan, pero es urgente un análisis sosegado sobre qué se puede hacer y qué no para evitar otra espiral de precios. En algunas zonas de Madrid y Barcelona las casas ya se encarecen más del 15%.

Los políticos, promotores y agentes del sector, harían bien en analizar cómo frenar entre otras la turismofobia, los subarriendos ilegales o abusos de los caseros con sus inquilinos. Y recuerden que hay que garantizar el acceso a una casa, en propiedad o alquiler, a quienes se emancipan si no queremos que se agrave el creciente envejecimiento. Recuerden, algo pasa con el alquiler.

 
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