El Constitucional y la plusvalía municipal: una propuesta



Las dos sentencias del Tribunal Constitucional relativas al impuesto sobre el incremento del valor de los terrenos de naturaleza urbana (conocido, vulgarmente, como plusvalía municipal), de normativa foral de Gizpuzkoa y Álava, anuncian un fallo semejante respecto a la estatal. Ambas han vuelto a reabrir el recurrente debate respecto de esta figura tributaria. Más allá de las cuestiones relativas a las acciones de recuperación del impuesto pagado, el análisis del alcance y efectos de los razonamientos del Constitucional, obliga a cuestionar y resolver su supervivencia como recurso de las Haciendas locales.

Quizá el problema radica en una falta de correspondencia entre el fundamento y el régimen jurídico del impuesto. Su justificación teórica suele localizarse en el artículo 47.2 de la Constitución –“La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción de los entes públicos”–, pero su configuración no ha dejado de plantear interrogantes desde su establecimiento en 1988.

Es necesaria una reforma en profundidad de su régimen jurídico, que se requiere de forma inminente

En la actualidad, la ley dice que grava el incremento de valor que experimenten los terrenos, en definitiva, una manifestación de la renta. Pero esta calificación no es unánimemente compartida, puesto que otras voces entienden que, pese a sus tintes nominales de gravamen sobre las rentas, es un impuesto que grava el patrimonio. De hecho, gran parte de los problemas de constitucionalidad que se han suscitado arrancan de la falta de correspondencia entre sus elementos de cuantificación y la naturaleza y objeto que el legislador, nominalmente, le atribuye. Esta quiebra, en términos de efectividad de la capacidad económica, era aún más evidente en la Ley de Haciendas Locales de 1988, puesto que la base imponible se definía como el “incremento real” del valor de los terrenos, siendo evidente que su método de determinación ya era puramente objetivo. El texto refundido de 2004 eliminó el calificativo real, manteniendo la norma de determinación de la base imponible.

Tampoco puede olvidarse que, en aquel momento, se optó por una objetivación de la base imponible para evitar los problemas que venía presentando la gestión del tributo, dadas las dificultades que presenta para los ayuntamientos la comprobación de las plusvalías efectivas individualizadas. La búsqueda de una solución para la situación en que se encuentran las sentencias del Tribunal Constitucional no debe ignorar aquel punto de partida ni las dificultades de aplicación que pueden surgir. Mientras se mantenga como un gravamen sobre el incremento de valor, convertir en mera presunción la ficción normativa de la que ha resultado la obligación de tributar en supuestos de depreciación real –efecto que ha sido el considerado como inconstitucional– supondrá trasladar, al ámbito probatorio, la realización o no del hecho imponible. Y esta solución, contenida en alguna propuesta reciente de la FEMP, puede resucitar y multiplicar aquellos viejos problemas.

De aquí que sea necesaria una reforma en profundidad de su régimen jurídico y que se requiere, de forma inminente, debido a la doctrina constitucional. La normativa tributaria aún no ha sido capaz de recoger los nuevos planteamientos, que reclaman una regulación urbanística que responda, también, al artículo 45 de la CE, que exige a los poderes públicos velar por la utilización racional de todos los recursos con el fin de proteger y mejorar la calidad de vida. Esto es, integrar en el fundamento del impuesto no solo la recuperación de las plusvalías que derivan de la acción urbanística, sino, y también, la compensación por el impacto medioambiental y el incremento de costes que la ampliación de los núcleos urbanos implica para los municipios. Si las situaciones de crisis propician la reflexión, la situación crítica en la que se encuentra el impuesto invita a repensarlo integralmente.

La situación crítica en la que se encuentra el impuesto invita a repensarlo integralmente

Esta reforma, para ser efectiva y cumplir con lo preceptuado por el Constitucional, debe partir de varias premisas. En primer lugar, clarificarse si se trata de establecer realmente una obligación tributaria que grave a los propietarios de los inmuebles respecto de los cuales se ha dado un incremento en el precio del suelo, como resultado de acciones urbanísticas que modifican su utilización o incrementan su aprovechamiento. Y no cualquier incremento de valor surgido en toda transmisión, porque para ello bastaría con establecer un recargo sobre el IRPF y/o el impuesto sobre sociedades a favor de los ayuntamientos.

La actividad urbanística en el territorio de un municipio es una de sus competencias, por tanto nada impide que su denominación pase a ser impuesto sobre la participación en la plusvalía urbanística municipal. En este sentido, y a diferencia del régimen que ha generado los actuales problemas de constitucionalidad, gravaría el beneficio económico derivado del incremento de aprovechamiento en la utilización del suelo, producido por las acciones urbanísticas de regulación y que son competencia del ente público, lo cual les da derecho a estas a participar de este beneficio.

En segundo lugar, su hecho imponible sería el de un tributo directo que grava la participación en este beneficio y con motivo de la transmisión de la propiedad de un terreno urbano, por cualquier título, o de la constitución o transmisión de cualquier derecho real de goce, limitativo del dominio, sobre el mismo.

En tercer lugar, su base imponible estaría constituida por la aplicación al valor catastral actual de un porcentaje a fijar por los ayuntamientos dentro de los límites máximos marcados por la ley, en función del tiempo transcurrido desde la anterior transmisión y previa concurrencia de su hecho generador. Determinada la participación en la plusvalía generada por la acción urbanística como objeto del impuesto, y ajustada a ello la evolución del valor catastral, queda relegado ya el problema que ha suscitado la efectividad de la capacidad económica en la configuración actual del impuesto.

Por último, habría que adecuar la regulación vigente a las previsiones anteriores. Con todo ello se evitan las consecuencias perniciosas que hemos planteado en relación a la propuesta de la FEMP. Su aplicación por los ayuntamientos sería tan sencilla como la del actual impuesto, eliminando cualquier vicio de inconstitucionalidad y adecuándolo a lo que dice querer ser.

 
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