El Estado italiano es como un viejo marqués, dueño de cientos de palacios, al que su mala cabeza lo obliga a vivir en un piso de alquiler y con dinero prestado. Sin contar su infinito patrimonio arquitectónico, Italia posee bienes inmuebles por un valor superior a los 281.000 millones de euros —cinco veces la fortuna de Bill Gates— y, sin embargo, gasta mil millones anuales en el alquiler de sedes y oficinas oficiales. El nuevo Gobierno de Matteo Renzi, dispuesto a impulsar el plan de privatizaciones que ya anunció Enrico Letta, pretende también enajenar una buena parte del patrimonio inmobiliario, desde una hermosa isla abandonada en la laguna de Venecia —en una concesión de 99 años— a un castillo en la frontera con Eslovenia. El objetivo es destinar esos fondos a reducir su deuda pública, que asciende al 130% del PIB. Pero antes, como el viejo marqués desmemoriado, tendrá que recordar cuántos palacios tiene y dónde ha puesto las llaves.
Porque, aunque parezca increíble, el Estado italiano desconoce la magnitud del patrimonio que posee en realidad. Es más, la estimación de los 281.000 millones de euros corresponde a un informe reciente elaborado por el Ministerio de Economía y Finanzas, pero según algunos organismos privados esa cifra podría ascender hasta los 400.000 millones, esto es, casi un 25% del PIB. Desde antes de que Matteo Renzi y su frenética carrera por cambiar Italia llegaran al poder, los Gobiernos de Mario Monti y Enrico Letta, también urgidos por Europa a sacar dinero de debajo de las piedras, ya intentaron meterle el diente al asunto. De hecho, en la memoria del Tesoro publicada recientemente se deja constancia de que “la gestión eficaz del patrimonio público puede desarrollar un papel importante para la contención del déficit y la reducción de la deuda pública”. De ahí que desde el Gobierno se encargara una fotografía del inmenso patrimonio inmobiliario. El problema es que el revelado deparó notables sorpresas.
La primera es que, a pesar de los requerimientos del Ministerio de Economía, el 40% de las administraciones públicas —incluida la presidencia del Gobierno— no ha comunicado aún la cantidad de su patrimonio inmobiliario, siguiendo una antigua tradición de opacidad en la gestión envuelta en el papel del vuelva usted mañana. La segunda, ya citada, es que a pesar del inmenso patrimonio, son muchas las administraciones que recurren al alquiler de oficinas o de edificios enteros. Una renta —y aquí viene otra sorpresa clamorosa— que en demasiadas ocasiones ni se molesta en pagar. Y, para colmo, el patrimonio no ha dejado de aumentar a pesar de la crisis.Por tanto, a pesar de disponer de 634.000 inmuebles que ocupan 300 millones de metros cuadrados —desde cuarteles abandonados desde hace décadas a oficinas desperdigadas y vacías—, el Estado italiano es como el marqués moroso y calavera que no se priva de nada. Lo más grave del asunto —o lo que cuadra el círculo— es que una situación así conduce a presuponer, sin emplear demasiadas dosis de malicia, que tal desvarío no está solo provocado por la desidia o la ya mítica inoperatividad de la burocracia italiana. Ahí está para demostrarlo un caso que ha levantado cierta polémica en los últimos meses: la Cámara de Diputados ha firmado un nuevo contrato con el empresario Sergio Scarpellini, considerado el rey del ladrillo en Roma, para alquilar por nueve años, renovables por otros nueve, algunos edificios en el centro de la ciudad por un valor total de más de 20 millones al año. Las sospechas de que hay gato encerrado ha venido a confirmarlas —Italia es así, a veces tan misteriosa y otras tan transparente— el propio Scarpellini, que a sus 76 años y con una fortuna incalculable, es el casero de La Casta y no necesita esconderse. En un par de entrevistas concedidas el pasado mes de diciembre, el empresario inmobiliario admitía: “Con todo el dinero que me ha pagado el Parlamento por los alquileres, más de 369 millones de euros, podían haberse comprado un par de palacios, pero prefieren seguir pagando la renta”. El posible misterio también lo desvela el rey del ladrillo: “Durante las campañas electorales vienen a la oficina blancos, rojos y verdes y yo una ayuda siempre les doy, a todos [se habla de 650.000 euros en la última década]. En Roma se hacen las cosas así”.
Y fue en estas que llegó Renzi. El alcalde de Italia conoce, porque lo practicó en Florencia, cuánto beneficio —y no solo económico— se puede sacar de los viejos cuarteles vacíos y abandonados. Pero, además, ya sea por convicción o por obligación, no tiene más remedio que continuar, acelerar e incluso ampliar el plan de privatizaciones que anunció el pasado mes de noviembre el entonces primer ministro Enrico Letta. El objetivo es recaudar entre 8.000 y 10.000 millones de euros poniendo a la venta una parte de empresas públicas tan emblemáticas como Finmeccanica —vendería sus activos ferroviarios para centrarse en el sector aeroespacial y de defensa—, el astillero Fincantieri —el mayor constructor naval de Europa—, Correos, la controladora de tráfico aéreo Enav o un paquete de acciones de la empresa energética Eni.
Si, el pasado mes de noviembre, Letta tenía que satisfacer a Bruselas manteniendo el déficit bajo control y reduciendo la deuda pública, Renzi tiene además que cumplir las expectativas por él generadas al prometer que, a partir de mayo, todos los trabajadores cuyos sueldos anuales se sitúen entre los 8.000 y los 26.000 euros recibirán un bono mensual de 80 euros. Se trata de un incentivo al consumo y de un reconocimiento al sector que peor lo está pasando con la crisis, pero también de una desesperada huida hacia delante. Vendiendo palacios vacíos, islas abandonadas, coches oficiales de lujo y hasta empresas que la administración no es capaz de gestionar, Renzi quiere sobre todo evitar que la separación creciente entre la política italiana y los ciudadanos no se convierta en divorcio en las próximas elecciones europeas.
Un fortín frente a Venecia
Hay un pasaje de La grande belleza de Paolo Sorrentino donde el protagonista —el periodista Jep Gambardella, interpretado por Toni Servillo— recorre los más bellos palacios de Roma guiado por un joven que dispone de todas las llaves de la ciudad. La escena, que parece solo posible en una película que es una alegoría de la mundanidad cansada, derrotada a sí misma por una vida de ocasiones perdidas, se acaba de repetir en la realidad. Hace unos días, durante un registro, agentes del cuerpo de Carabinieri encontraron en poder de Nicola Cosentino, un amigo de Silvio Berlusconi al que los fiscales italianos consideran la conexión entre la política y la Camorra, una llave del Palacio Real de Caserta, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. El prefecto de la ciudad de la Campania había regalado la llave a Cosentino, quien actualmente se encuentra en prisión, para que pudiera hacer deporte a deshoras por los jardines del palacio que ordenó construir Carlos VII y que, como tantas otras joyas arquitectónicas, padece un lamentable estado de conservación.
Ahí está representado todo lo que Renzi ahora necesita arreglar. Durante dos décadas, la Casta, representada por Berlusconi y sus viejas amistades peligrosas, hizo suyos los viejos palacios, se paseó en Maserati Quattroporte comprados en medio de la crisis y condenó al abandono el tesoro arquitectónico y humano de todo un país. Subastando los coches y la isla veneciana de Poveglia —también llamada La isla de los muertos—, con su fortín y su lazareto en ruinas, el joven primer ministro quiere, además de hacer caja, incinerar el pasado.