Desde que el pasado 17 de diciembre un auto de la Audiencia Provincial de Navarra se pronunciase sobre el alcance de la responsabilidad hipotecaria, con sus límites, así como las consecuencias de la ejecución de ese mismo bien y desierta la subasta subsiguiente, el revuelo, la precipitación y, cómo no, un inusitado salto en el vacío han llenado tribunas, opiniones, pero también reflexiones. Unas más vagas, otras bien fundadas y, en definitiva, la atracción inevitable por lo que en otras prácticas foráneas, sobre todo en el mundo anglosajón, significativamente Norteamérica, son la realidad y la experiencia. La misma que, adoleciendo de un sistema registral como el nuestro, llevó al traste a cientos de miles de deudores hipotecarios así como a todo el sistema crediticio por los tóxicos en las famosas subprime.
El pasado miércoles, el propio presidente del Gobierno se pronunció ya en las Cortes, aunque luego sean asesores, el Ministerio de Justicia a través de sus secciones de codificación, las que elaboran los proyectos. El clima popular, al socaire, insisto, de aquel auto, enmendado en cierta forma por otro de enero siguiente de otra sección de la misma Audiencia de Navarra, ha llevado a que popularmente y en no pocas Cámaras autonómicas se solicite que se revise y reforme la legislación hipotecaria y se permita la dación en pago con finalidad de saldar la deuda.
Ambas instituciones cumplen funciones completamente diferenciadas, pero parece que ha interesado en este país, con una quiebra absoluta tanto material como formal, resquebrajar la seguridad jurídica, amén de que la función jurisdiccional no compete la legislativa. De pronto, en este país todos los generadores de opinión se han convertido no solo en expertos juristas, sino en ímprobos y denodados hipotecaristas. Podrán gustarnos más o menos las normas, las leyes, la nefasta redacción y no menor técnica legislativa que por desgracia preside la elaboración de normas en este país, pero regular al albur, tergiversar las instituciones, confundir la esencia de las garantías reales, sobre todo su constitución y finalidad, así como el propio ius vendendi o de realización de la fase dinámica de una garantía real, es demasiado serio.
Si cuestionamos los principios generales, axiomas y vertebradores de nuestro sistema, si debilitamos o cambiamos la garantía, sea esta pignoraticia, sea hipotecaria, y máxime la responsabilidad hipotecaria, y confundimos la dación en pago como medio solutorio y extintivo de un crédito no pagado, una obligación que se incumple por los motivos que fueren, sea porque no se puede, porque se está en situación de insolvencia o porque no se quiere simplemente pagar, apelando, eso sí, a una genérica buena fe como hacen los baluartes y defensores de este cambio legislativo, apañados vamos.
Por el camino estamos al mismo tiempo dificultando la concesión de crédito, haciéndolo más restrictivo y más oneroso. Las entidades de crédito en no pocas ocasiones exigen unas condiciones para el crédito absolutamente desproporcionadas, obligan a un sobreaseguramiento que redunda en un vaciamiento patrimonial inadmisible, encadenan garantías, las prolongan, generan una ímproba ingeniería jurídica y financiera creando y plasmando nuevas figuras, a veces incluso atípicas, o si se prefiere, tipificadas por la práctica pero sin consagración legal. Pero hay algo peor que todo esto, legislar en caliente, sin medir las consecuencias, al socaire del populismo electoral y la demagogia vacua y estéril.
Podemos reducir a meras ideas valor cuando no ciertas utopías principios, como los de la par conditio creditórum o los de la garantía patrimonial universal del artículo 1.911 de nuestro decimonónico Código Civil, aquel que dice que el deudor responde con todos sus bienes presentes y futuros pero que no deja de ser una garantía genérica que no sirve a las entidades financieras si no cristaliza en una garantía real, personal o en un seguro.
Y es que las garantías no se constituyen frente al deudor, sino frente al resto de acreedores. Porque su valor, el valor de la garantía, viene de la mano del grado en que aísla las pretensiones de un acreedor de las pretensiones del resto de acreedores, como magistralmente blasonaron en su día los profesores Jackson y Kronman. Podremos cuestionar el alcance o no de la responsabilidad hipotecaria y hasta dónde y sobre qué bienes alcanza la ejecución en caso de impago, pero no atentar contra la seguridad jurídica. Y que nadie olvide la máxima de que sin garantía no hay crédito, así de simple. Y la garantía, por desgracia, suele atraparlo todo, también devorar lo mejor de un patrimonio. Son costes de transacción. El derecho de garantías, sobre todo de garantías reales, está huyendo de las formas simples o simplificadas. Incluso de los encasillamientos codificadores. Los códigos decimonónicos regulan un tipo, quizás el originario, el genuino, de garantía, que notoriamente queda desfasado e incluso desajustado. La enorme variabilidad existente en el tráfico jurídico económico hace que las figuras más nucleares de las garantías se vean superadas por una realidad no exenta de cierta dosis de ingeniería y anhelo de superación de viejos anclajes que cercenan la esfera de poder o agresión sobre los bienes del acreedor.
La evolución, la búsqueda de mecanismos de garantía más perfectos, moldeables y resistentes o inmunizados para las necesidades de los operadores financieros, así como la prolongación sobreaseguraticia del objeto asegurado, no ceja. Pero el que se busquen nuevas formas, nuevas garantías holísticas y probablemente abusivas no debe permitirnos alterar en caliente la esencia de las tradicionales. ¿Dónde está el límite a una innovación no contrastable con normativa alguna sino creada por las entidades de crédito y la ingeniería financiero-jurídica de los prácticos del Derecho? Se habla de prendas e hipotecas ómnibus, globales, flotantes, pero adolecemos de un anclaje normativo claro y seguro. Ahora parece que la moda es, siempre partiendo de la buena fe, daciones en pago. ¿Qué dicen los acreedores, los financiadores, los que tienen en suma la llave del crédito?
Fuente: http://www.cincodias.com/
El pasado miércoles, el propio presidente del Gobierno se pronunció ya en las Cortes, aunque luego sean asesores, el Ministerio de Justicia a través de sus secciones de codificación, las que elaboran los proyectos. El clima popular, al socaire, insisto, de aquel auto, enmendado en cierta forma por otro de enero siguiente de otra sección de la misma Audiencia de Navarra, ha llevado a que popularmente y en no pocas Cámaras autonómicas se solicite que se revise y reforme la legislación hipotecaria y se permita la dación en pago con finalidad de saldar la deuda.
Ambas instituciones cumplen funciones completamente diferenciadas, pero parece que ha interesado en este país, con una quiebra absoluta tanto material como formal, resquebrajar la seguridad jurídica, amén de que la función jurisdiccional no compete la legislativa. De pronto, en este país todos los generadores de opinión se han convertido no solo en expertos juristas, sino en ímprobos y denodados hipotecaristas. Podrán gustarnos más o menos las normas, las leyes, la nefasta redacción y no menor técnica legislativa que por desgracia preside la elaboración de normas en este país, pero regular al albur, tergiversar las instituciones, confundir la esencia de las garantías reales, sobre todo su constitución y finalidad, así como el propio ius vendendi o de realización de la fase dinámica de una garantía real, es demasiado serio.
Si cuestionamos los principios generales, axiomas y vertebradores de nuestro sistema, si debilitamos o cambiamos la garantía, sea esta pignoraticia, sea hipotecaria, y máxime la responsabilidad hipotecaria, y confundimos la dación en pago como medio solutorio y extintivo de un crédito no pagado, una obligación que se incumple por los motivos que fueren, sea porque no se puede, porque se está en situación de insolvencia o porque no se quiere simplemente pagar, apelando, eso sí, a una genérica buena fe como hacen los baluartes y defensores de este cambio legislativo, apañados vamos.
Por el camino estamos al mismo tiempo dificultando la concesión de crédito, haciéndolo más restrictivo y más oneroso. Las entidades de crédito en no pocas ocasiones exigen unas condiciones para el crédito absolutamente desproporcionadas, obligan a un sobreaseguramiento que redunda en un vaciamiento patrimonial inadmisible, encadenan garantías, las prolongan, generan una ímproba ingeniería jurídica y financiera creando y plasmando nuevas figuras, a veces incluso atípicas, o si se prefiere, tipificadas por la práctica pero sin consagración legal. Pero hay algo peor que todo esto, legislar en caliente, sin medir las consecuencias, al socaire del populismo electoral y la demagogia vacua y estéril.
Podemos reducir a meras ideas valor cuando no ciertas utopías principios, como los de la par conditio creditórum o los de la garantía patrimonial universal del artículo 1.911 de nuestro decimonónico Código Civil, aquel que dice que el deudor responde con todos sus bienes presentes y futuros pero que no deja de ser una garantía genérica que no sirve a las entidades financieras si no cristaliza en una garantía real, personal o en un seguro.
Y es que las garantías no se constituyen frente al deudor, sino frente al resto de acreedores. Porque su valor, el valor de la garantía, viene de la mano del grado en que aísla las pretensiones de un acreedor de las pretensiones del resto de acreedores, como magistralmente blasonaron en su día los profesores Jackson y Kronman. Podremos cuestionar el alcance o no de la responsabilidad hipotecaria y hasta dónde y sobre qué bienes alcanza la ejecución en caso de impago, pero no atentar contra la seguridad jurídica. Y que nadie olvide la máxima de que sin garantía no hay crédito, así de simple. Y la garantía, por desgracia, suele atraparlo todo, también devorar lo mejor de un patrimonio. Son costes de transacción. El derecho de garantías, sobre todo de garantías reales, está huyendo de las formas simples o simplificadas. Incluso de los encasillamientos codificadores. Los códigos decimonónicos regulan un tipo, quizás el originario, el genuino, de garantía, que notoriamente queda desfasado e incluso desajustado. La enorme variabilidad existente en el tráfico jurídico económico hace que las figuras más nucleares de las garantías se vean superadas por una realidad no exenta de cierta dosis de ingeniería y anhelo de superación de viejos anclajes que cercenan la esfera de poder o agresión sobre los bienes del acreedor.
La evolución, la búsqueda de mecanismos de garantía más perfectos, moldeables y resistentes o inmunizados para las necesidades de los operadores financieros, así como la prolongación sobreaseguraticia del objeto asegurado, no ceja. Pero el que se busquen nuevas formas, nuevas garantías holísticas y probablemente abusivas no debe permitirnos alterar en caliente la esencia de las tradicionales. ¿Dónde está el límite a una innovación no contrastable con normativa alguna sino creada por las entidades de crédito y la ingeniería financiero-jurídica de los prácticos del Derecho? Se habla de prendas e hipotecas ómnibus, globales, flotantes, pero adolecemos de un anclaje normativo claro y seguro. Ahora parece que la moda es, siempre partiendo de la buena fe, daciones en pago. ¿Qué dicen los acreedores, los financiadores, los que tienen en suma la llave del crédito?
Fuente: http://www.cincodias.com/