Los vecinos de las casas de protección oficial más antiguas de A Coruña se muestran orgullosos de unos barrios que hace cincuenta años facilitaron el acceso a la vivienda y que ahora se están rehabilitando.
Pilar González conversa animadamente con cualquiera que pase bajo la ventana de su piso en Labañou. El inicio de su historia con las viviendas del grupo del Carmen comenzó hace veinte años por un amor tardío. Su pareja era el inquilino original del piso, pero tras su fallecimiento Pilar continuó residiendo en una vivienda por la que actualmente paga un alquiler de 14 euros mensuales al Ayuntamiento. Unos de sus interlocutores diarios son los obreros que ahora trabajan en la rehabilitación exterior e interior de unos bloques de edificios que ahora tendrán unas fachadas renovadas, paneles solares, ascensor y una mejora en sus áreas verdes tras una inversión cercana a los 4,5 millones de euros realizada por el Concello y el Ministerio de la Vivienda. Y aunque no todo son parabienes para el Concello -esta misma semana un grupo de vecinos del grupo de viviendas María Pita de Labañou protestaban por el mal estado de sus espacios públicos-, sí que es cierto que la mayoría de los vecinos de zonas como Labañou o Pescadores se muestran orgullosos de vivir en unos edificios que, más allá de las bondades de sus elementos constructivos, gozan de elementos fundamentales (e intangibles) para la calidad de vida como son, por ejemplo, el cariño con el que se tratan los vecinos.
La mala fama que ya no existe
Enrique Fernández, presidente de la asociación de vecinos de Labañou, desgrana algunas de las mejoras que todavía podrían hacerse -los árboles de gran tamaño cuyas hojas atascan los canalones o los alcantarillados que todavía discurren por debajo de los bloques de viviendas-, pero reconoce los avances que la rehabilitación ha traído a un barrio que sobre todo en los ochenta sufrió la mala fama provocada por lacras como la heroína, pero que incluso los trabajadores de los servicios sociales del centro cívico califican como una zona «con problemas similares a los de cualquier otro barrio de la ciudad». «La mala fama que tenía Labañou también ha ido desapareciendo, y ahora el comentario generalizado es todo lo que ha ganado en los últimos años, lo que también ha subido mucho la autoestima de los vecinos», explica María Teresa Regueira, directora del centro cívico.
Mariflor es una de esas caras optimistas. La sacamos de su puesto de encargada del guardarropa del baile que a media tarde se inicia en uno de los salones del centro cívico para que nos lleve a un piso de 84 metros cuadrados con techos altos por el que paga 123 euros al mes. Sus padres inauguraron la vivienda en 1966, y Mariflor regresó en los noventa tras una etapa de emigrante en Alemania. «Aún me acuerdo cuando el tramo de la ronda de Outeiro que ahora pasa por aquí era un simple camino de carros», explica para abundar en las transformaciones de una zona «a la que la construcción de Los Rosales le dio mucha vida».
Igual de feliz con su lugar de residencia en el grupo María Pita se muestra Carmen Longueira, aunque esta veterana vecina -que vive en un estupendo piso con terraza de 94 metros cuadrados junto a su pareja Celestino Pérez- remarca que «le gustaba más antes», cuando las zonas verdes eran la norma en una zona de la que ahora «no le gustan mucho las nuevas torres de pisos». También recuerda Miguel Villar las casas de labranza que rodeaban Labañou hace tres décadas. «Las vacas pastaban aquí al lado», señala un residente que ofrece una idea del posible valor de los inmuebles del grupo de María Pita -que son habitados en régimen de propiedad, al contrario que los cercanos del Carmen, que son del alquiler municipal-. «Nosotros vendimos hace pocos años un piso por diecisiete millones y medio de pesetas», señala.
Más caras se pueden vender todavía las casas unifamiliares que forman el grupo Pardo de Santallana, en las que sus propietarios disfrutan de un chalé que, tras el avance urbanístico, ha pasado de estar en el campo a estar rodeado de los edificios de Los Rosales. Julio Varela habita una de estas casas desde 1963. Su hija recuerda su infancia como si la de un pueblo se tratase. «Desde donde está la avenida de Gran Canaria era campo, y te puedo asegurar que no había niños más felices que los de Labañou. Tras el avance de la ciudad, yo ahora echo de menos la tranquilidad de antes, cuando podías dejar la puerta abierta de casa», recuerda. Enrique Fernández abunda sobre una nostalgia con el dato de «los conejos y las perdices que había por aquí» o de las primeras acciones sociales del barrio: «La asociación de vecinos marcó con piedras el terreno en donde está ahora el colegio Emilia Pardo Bazán para que lo expropiasen».
Fuente: http://ww.lavozdegalicia.es/
Pilar González conversa animadamente con cualquiera que pase bajo la ventana de su piso en Labañou. El inicio de su historia con las viviendas del grupo del Carmen comenzó hace veinte años por un amor tardío. Su pareja era el inquilino original del piso, pero tras su fallecimiento Pilar continuó residiendo en una vivienda por la que actualmente paga un alquiler de 14 euros mensuales al Ayuntamiento. Unos de sus interlocutores diarios son los obreros que ahora trabajan en la rehabilitación exterior e interior de unos bloques de edificios que ahora tendrán unas fachadas renovadas, paneles solares, ascensor y una mejora en sus áreas verdes tras una inversión cercana a los 4,5 millones de euros realizada por el Concello y el Ministerio de la Vivienda. Y aunque no todo son parabienes para el Concello -esta misma semana un grupo de vecinos del grupo de viviendas María Pita de Labañou protestaban por el mal estado de sus espacios públicos-, sí que es cierto que la mayoría de los vecinos de zonas como Labañou o Pescadores se muestran orgullosos de vivir en unos edificios que, más allá de las bondades de sus elementos constructivos, gozan de elementos fundamentales (e intangibles) para la calidad de vida como son, por ejemplo, el cariño con el que se tratan los vecinos.
La mala fama que ya no existe
Enrique Fernández, presidente de la asociación de vecinos de Labañou, desgrana algunas de las mejoras que todavía podrían hacerse -los árboles de gran tamaño cuyas hojas atascan los canalones o los alcantarillados que todavía discurren por debajo de los bloques de viviendas-, pero reconoce los avances que la rehabilitación ha traído a un barrio que sobre todo en los ochenta sufrió la mala fama provocada por lacras como la heroína, pero que incluso los trabajadores de los servicios sociales del centro cívico califican como una zona «con problemas similares a los de cualquier otro barrio de la ciudad». «La mala fama que tenía Labañou también ha ido desapareciendo, y ahora el comentario generalizado es todo lo que ha ganado en los últimos años, lo que también ha subido mucho la autoestima de los vecinos», explica María Teresa Regueira, directora del centro cívico.
Mariflor es una de esas caras optimistas. La sacamos de su puesto de encargada del guardarropa del baile que a media tarde se inicia en uno de los salones del centro cívico para que nos lleve a un piso de 84 metros cuadrados con techos altos por el que paga 123 euros al mes. Sus padres inauguraron la vivienda en 1966, y Mariflor regresó en los noventa tras una etapa de emigrante en Alemania. «Aún me acuerdo cuando el tramo de la ronda de Outeiro que ahora pasa por aquí era un simple camino de carros», explica para abundar en las transformaciones de una zona «a la que la construcción de Los Rosales le dio mucha vida».
Igual de feliz con su lugar de residencia en el grupo María Pita se muestra Carmen Longueira, aunque esta veterana vecina -que vive en un estupendo piso con terraza de 94 metros cuadrados junto a su pareja Celestino Pérez- remarca que «le gustaba más antes», cuando las zonas verdes eran la norma en una zona de la que ahora «no le gustan mucho las nuevas torres de pisos». También recuerda Miguel Villar las casas de labranza que rodeaban Labañou hace tres décadas. «Las vacas pastaban aquí al lado», señala un residente que ofrece una idea del posible valor de los inmuebles del grupo de María Pita -que son habitados en régimen de propiedad, al contrario que los cercanos del Carmen, que son del alquiler municipal-. «Nosotros vendimos hace pocos años un piso por diecisiete millones y medio de pesetas», señala.
Más caras se pueden vender todavía las casas unifamiliares que forman el grupo Pardo de Santallana, en las que sus propietarios disfrutan de un chalé que, tras el avance urbanístico, ha pasado de estar en el campo a estar rodeado de los edificios de Los Rosales. Julio Varela habita una de estas casas desde 1963. Su hija recuerda su infancia como si la de un pueblo se tratase. «Desde donde está la avenida de Gran Canaria era campo, y te puedo asegurar que no había niños más felices que los de Labañou. Tras el avance de la ciudad, yo ahora echo de menos la tranquilidad de antes, cuando podías dejar la puerta abierta de casa», recuerda. Enrique Fernández abunda sobre una nostalgia con el dato de «los conejos y las perdices que había por aquí» o de las primeras acciones sociales del barrio: «La asociación de vecinos marcó con piedras el terreno en donde está ahora el colegio Emilia Pardo Bazán para que lo expropiasen».
Fuente: http://ww.lavozdegalicia.es/